Si Don Daniel Lemaitre fue el empresario cartagenero más importante de la primera mitad del Siglo XX, a no dudarlo, don Alberto Araújo fue el más destacado de la segunda mitad de ese siglo grande.

Tuve el honor de tratarle, de ser abogado en algunas de sus empresas, de acompañarle en varias de sus iniciativas de ciudad y de recibir privadamente consejos que aprovecho en los momentos importantes, pero también en los más simples de mi vida. Me imagino a cuántas personas impactó, comenzando por sus hijos y nietos, que hoy, cada uno desde sus espacios, juegan un papel destacado en la ciudad y en el país.

Pensé dedicar este sincero homenaje a resaltar sus logros y su denodado compromiso con el desarrollo de la región, pero me viene al corazón mejor compartir con mis amables lectores lecciones de vida que recibí de él.

La primera es que tenemos el derecho a ser mejores, cada día; y hay que superarse a sí mismo, sin competir con los demás, pues las guerras diarias se libran en la mente y el corazón de cada hombre. Estamos obligados a estudiar a fondo las virtudes, que se oponen a los vicios y defectos naturales que todos tenemos. Por él me inicié en el análisis de las virtudes cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza), sin las cuales no puede la mente ir a mayores alturas. Después las complementé con las que conocí en mi aproximación más cercana a mi religión, que son las virtudes teologales (fe, esperanza y amor). Don Alberto me hizo ver que sin la práctica permanente de las virtudes cardinales, no es posible recibir la infusión de las demás virtudes, con lo cual el espíritu, el cuerpo y la mente quedan a merced de la bajas pasiones, lo que explica por qué tantas almas andan por la vida, tristes, perdidas o desamparadas.

Me hizo ver con firmeza la importancia de descubrir el o los talentos que Dios nos donó a cada uno en singular, y que el momento cumbre personal pudiera ser al descubrir para qué servimos más en este paso terrenal, que es lo que más nos puede realizar como personas. Eso me lo dijo al inicio de mi ejercicio profesional, siendo yo ayudante del recordado maestro Héctor Hernández, en la pausa de una reunión entre los tres, en que les consulté si debía o no aceptar un cargo judicial en San Andrés: me espetó con dureza que yo tenía el deber de contribuir a generar más riqueza y empleos en nuestra ciudad; que me quedara aquí, cooperando a que esta saliera adelante, y que eso comenzaba por tener claro que la ciudad necesitaba más empleadores que empleados.

No tengo espacio para más; sólo para agregar, de corazón, a don Alberto: gracias por sus sabios consejos y por su altísimo ejemplo de hombría de bien.

 

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